Los registros históricos precisan que los tambores son instrumentos de percusión tan antiguos como la raza humana, usados por diversas culturas no solo para comunicarse, sino para animar sus fiestas y acompañar sus rituales o ceremonias.
Entre la amplia variedad de tambores que existen en el mundo, se destaca la caja, un instrumento de madera de forma cónica, de un solo parche, utilizado única y exclusivamente en la interpretación de la música vallenata. Junto con el acordeón y la guacharaca, conforma la denominada trifonía del Vallenato, cimiento melódico de esta música folclórica.
Aunque parezca un actor de reparto, el instrumento en mención es realmente un protagonista de primer orden en todas las obras musicales o piezas sonoras que conforman el casi infinito repertorio del folclor vallenato.
En cada canción vallenata, generalmente, los elogios y aplausos se los lleva el acordeón, pero la caja, casi siempre en un segundo plano, es el instrumento que tiene la misión de mantener el ritmo, velocidad y tiempos musicales. Su relevancia es tan mayúscula, que sus golpes y repiques son fundamentales en el sostenimiento de la cadencia y en el fortalecimiento que le da a las armonías y melodías de cada canción.
“La caja es un instrumento tan importante, que termina siendo el elemento que le da identidad a los aires del Vallenato. El andante o la velocidad con la que se le dan los golpes a este tambor, marcan el aire que se está interpretando: paseo, son, merengue o puya”, explicó el compositor, escritor e investigador musical, Julio Oñate Martínez.
Así las cosas, al ser la caja uno de los instrumentos más trascendentales en la ejecución de la música vallenata, su intérprete, poseedor de un oído hábil y sensible, puede convertirse en el director de la agrupación musical, cuya tarea será siempre propiciar y conservar una conversación melódica y armónica entre los distintos integrantes del conjunto.
Este membranófono, como son llamados los instrumentos de percusión que producen sonido por medio de una membrana o cuero, es el producto del zambaje o cruce que se dio entre las culturas indígenas que habitaban el valle del río Cesar y los esclavos africanos que fueron traídos a esta zona por los conquistadores españoles.
La fusión entre el tambor de doble parche o membrana, percutido con baquetas por los chimilas, y el tambor de origen negroide, de un solo parche, templado con cuñas de madera y tocado a mano, dio como resultado la caja vallenata, el instrumento que se utiliza únicamente en la interpretación de esta música.
Al comienzo, la caja típica del Vallenato, se fabricaba con distintas clases de madera, pero, la más apropiada era la que se construía con la de un árbol llamado ‘volador’, por ser más resistente y liviana que las demás.
Los parches o membranas de las cajas, se tomaban de las pieles de distintas especies animales que abundaban en la región, entre ellas la de chivo, venado, zorro y buche de caimán.
“El parche de buche de caimán se aflojaba constantemente, por lo que había que estarlo templando con repetida frecuencia; mientras que, a la membrana fabricada con piel de zorro, se le atribuyeron particularidades conflictivas, pues las parrandas donde se tocaba una caja de estas, terminaban siempre en peleas, aún entre amigos. Estas, fueron razones suficientes para no utilizar más estos parches”, relató Julio Oñate Martínez.
A finales de la década de los 50, ya en el Siglo XX, los intérpretes de este instrumento, comenzaron a utilizar cajas con parches de acetato o material con el que se fabricaban las radiografías, templados con herrajes metálicos.
Hoy, son muchos los cajeros destacados, pero la historia registra como los pioneros más notorios, entre otros, a Domingo ‘Mingo’ Pimentel, compañero de Andrés Landero, natural de Evitar, Bolívar, famoso por su estilo de tocar, llamado ‘tres golpes’.
En ese grupo también encontró espacio, Belisario ‘Metralleta’ Ariza, de Sabanalarga, Atlántico, a quien se le colgó ese remoquete por sus rápidos repiques. Ahí mismo se acomodó Juan Crisóstomo ‘Pichocho’ Ramos, cajero de Juan Muñoz.
Cristóbal Flórez, Sebastián Guerra y Rafael Valdés, este último maestro de los Castilla, son cajeros célebres que tienen capítulos de privilegio en la historia de la música vallenata.
Cirino Castilla Martínez, fue el tronco de una estirpe de excepcionales cajeros y percusionistas, que conforman una mítica dinastía, entre los que se destacan hijos y nietos, como José del Carmen, Dimas, Rodolfo, José del Carmen Jr o ‘Tito’, Danny, Elías Alberto o ‘Coyote’, Juan Esteban y Tomás Rodolfo, a quien apodan el ‘Mono’.
Carmelo Barraza, cajero de Alfredo Gutiérrez, y Carlos ‘Comecuero’ Perdomo, compañero de Alberto Pacheco, figuran en la galería de grandes ejecutantes de este instrumento por su estilo ‘fondeao’, que consistía en tocar la caja dándole golpes en el centro.
En adelante, siguieron representantes de una escuela de cajeros que se destacaron por un estilo contrario al ‘fondeao’, que no era otra cosa que tocar la caja en los bordes, adornando la interpretación con lo que en el argot de estos instrumentistas llaman ‘figuritas’. Entre ellos, se pueden mencionar a Rodolfo Castilla, Mario Paternina, Jorge Luis ‘Peya’ Zuleta, Augusto Guerra ‘Guerrita’, Aníbal Alfaro y otros no menos importantes.
Pablo López, de la famosa dinastía de La Paz, se mantuvo, pese a la evolución de los estilos para tocar caja, en el método ‘fondeao’, el cual mantiene hasta hoy, destacándose como un legendario y respetable cajero.
Esta es la caja vallenata, una herencia de África que evolucionó en nuestro territorio, hasta convertirse en un instrumento de percusión vital e insustituible en la interpretación de esta música, un protagonista principal en la trifonía del Vallenato, que a peso de sonidos arrancados a golpes de mano hace resplandecer las obras de nuestro folclor.